Tardé un buen rato en salir. A pesar de mi insistente pensamiento combativo bolivariano, motivado por la eterna retención que se extendió casi a la hora, allí había de todo: latinos con pinta de ir a buscar armas a Harlem, daneses con caras cremosas, de estos que parecen que les hubieran echado sirope de fresa en circulitos simétricos en las mejillas; muchachos rusos corpulentos que quizás estaban de gira haciendo alguna competencia de caballo o anillas.
Era la consulta del Doctor Mengele del siglo XXI.
Todo parecía rutinario pero llevábamos mucho rato y la cosa se volvía sospechosa. De repente entró por la puerta el motivo: ¡Un musulmán con turbante! En ese momento la cara de los presentes se contrajo. La sala de espera se convirtió en una suerte de super bowl en el que, rápidamente, aparecían unas cheerleaders rubias y eufóricas deletreando: T-E-R-R-O-R-I-S-T-A.
Las alarmas del aeropuerto habían saltado. Se disparó el código de alerta, creo que era el azul. Nos quedamos tiesos, como si un huracán de ántrax nos hubiera entrado por las venas. Al final la única bomba que explotó fue en nuestro interior: La de un soterrado y bien maquillado racismo.
Mi prima estaba esperándome fuera. Cogimos el coche que me iba a llevar a unas vacaciones de ensueño en el país de las posibilidades, donde cada anuncio de carretera, cada patrulla de policía, cada hamburguesa doble con queso -ingerida sin bajar del coche- tenía un sentido más grande que la propia vida.
La entrada a ese lugar de ensueño empezó con el olor a plástico sudoroso y medio podrido que desprendía el interior de la camioneta. Me quise adaptar rápido a lo que iba a ser la rutina e intenté pasarlo por alto poniéndome cómodo pero fue inútil; me quedé pegado al asiento al instante. Teníamos un par de horas de viaje (en tiempo estadounidense equivale a un desplazamiento medio-bajo). Paramos a comprar la dichosa hamburguesa que devoramos, cómo no, en un aparcamiento solitario en medio de la nada, con el concreto engullido por los años y el peso de animales primer mundistas con mala dieta.
Retomamos el camino después de una conversación casi nula que me llevó a pensar en los sospechosos motivos de mi estadía allí, con todos los gastos pagos por una persona que yo conocía desde hacía menos meses de los que iba a pasar a su lado.
!!! Un coche patrulla !!! Lo veía a lo lejos pero no lo podía creer. Era
como si toda mi existencia estuviera ligada a aquella luz roja y azul que daba vueltas.
Ahora todo tenía sentido. Pero duró el medio segundo que tardamos en adelantarlo.
Después de una largo viaje llegamos a la zona residencial, generosa en pinos y en arboles que no daban fruto alguno y que absorbían a las casas (perfectamente pintadas del mismo color por obligación contractual) acomodadas siniestramente en los frondosos recovecos del bosque.
La mayoría gritaban silenciosamente su estrato según el tamaño de los yates, que acechaban imperturbables las puertas de los garages.
Ahora todo tenía sentido. Pero duró el medio segundo que tardamos en adelantarlo.
Después de una largo viaje llegamos a la zona residencial, generosa en pinos y en arboles que no daban fruto alguno y que absorbían a las casas (perfectamente pintadas del mismo color por obligación contractual) acomodadas siniestramente en los frondosos recovecos del bosque.
La mayoría gritaban silenciosamente su estrato según el tamaño de los yates, que acechaban imperturbables las puertas de los garages.
Por fin en casa. Se me informó de que había una persona
allí, amigo del cónyugue, que estaba pasando unos días mientras ponía a punto
la valla blanca familiar, y que compartiríamos la parte inferior de la casa.
¡Toc Toc! Apareció el susodicho.
Era alto y redondo. Unos cien, ciento cincuenta kilos, quizás. Torso al aire, cara redonda angelical, cachetes enormes y coloridos (debe tener raíces danesas) que manifestaban indicios de masturbación crónica; peinado Clark Kent y shorts vaqueros cortados con tijeras.
En ese momento en lo único que podía pensar era en niños violados, Natascha Kampusch, y en que, ojalá, mi puerta tuviera cerrojo.
¡Toc Toc! Apareció el susodicho.
Era alto y redondo. Unos cien, ciento cincuenta kilos, quizás. Torso al aire, cara redonda angelical, cachetes enormes y coloridos (debe tener raíces danesas) que manifestaban indicios de masturbación crónica; peinado Clark Kent y shorts vaqueros cortados con tijeras.
En ese momento en lo único que podía pensar era en niños violados, Natascha Kampusch, y en que, ojalá, mi puerta tuviera cerrojo.
Después
de la presentación le comentó algunas cosas a mi
prima, momento en el que me di cuenta que no tenía ni pajolera idea de
inglés. Empecé a visualizar los probables escenarios en los que me vería
envuelto en los tres meses siguientes, saludando al estilo apache y poniendo caras de primo
exótico llegado directamente de alguna república bananera.
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