jueves, 10 de octubre de 2013

III: Julieta




Julieta tenía las tetas grandes y bonitas. Eran compradas pero eran bonitas. Nunca había sentido la pulsión de meter la cara en unas tetas, o tan siquiera lamerlas; pero las suyas provocaban  en mí ese instinto de lo bonitas. No conocía la versión oficial de cómo Julieta había terminado pariendo hijos de El puto asshole. No imaginaba que una bola de carne putrefacta fuera capaz de reproducir. El caso es que me intrigaba enormemente el momento en el que ella decidió compartir su vida con un mandril subdesarrollado. Parece que fue mientras trabajaba en las Bahamas, presuntamente de camarera, cuando pasó todo. No me pregunten en realidad qué trabajo era para que en dos días decidiera amar y compartir su vida con un seboso en un bosque en medio de la nada. La llamada "gracia de dios" supongo (un dios con sombrero de copa y traje con estrellitas).

Ella me había engatusado por teléfono. Como las sirenas a los marineros para descuartizarlos. Me prometió aventuras y un trabajo de verano bien remunerado. Al final ni lo uno ni lo otro. Era una persona parcialmente infeliz, aunque creo que su condición de mantenida la había aceptado desde hacía tiempo. No tenía muchos amigos pero se enorgullecía de los pocos que tenía, aunque no había motivos para hacerlo. Su vida pasaba sin mayores altibajos en aquella espesura de pinos. Buscaba compañía como fuera y de cualquier tipo, ya fuera por teléfono, engatusando a la familia prometiendo las dichosas aventuras, o por internet, concertando algún affaire que arrojara un poco de luz a su matrimonio. Su menú de conversación era un tanto raquítico. Cuando aturdían los silencios recordaba en voz alta, y en forma de cátedra, los conocimientos que adquirió en sus años de universidad. Le encantaba decir cosas como "etimología", y acto seguido exponer la definición. (Siempre es una buena forma de llenar la vergüenza cultural, el recordar épocas de esplendor académico. Como el regocijo  que sientes cuando contestas bien, y por azar, las preguntas de los concursos de televisión).

Julieta había vendido su futuro por unas tetas y algo de sirope para tortitas.
Vendió su alma al paraíso de plástico, donde fabricaban mansiones en menos de una semana y el  pollo tenía un regusto propio del mismísimo Chernobil.

martes, 28 de mayo de 2013

II: Primera semana




Los primeros días fuimos a la playa, a conocer el pueblo, a hacer la compra... etc. La verdad no recuerdo muy bien todo lo que pasó aquella semana. No había Internet... bueno, no había ordenador porque estaba enclaustrado bajo llave en el despacho del marido. No tanto porque le preocupara que su mujer lo dañara (los niños no podían hacerlo porque estaban de viaje) sino como para demostrar todo su poder, siendo el único ser capaz de entrar en aquella habitación. La zona parecía encantadora. No podías esperar nada extraño. Todo era como lo habías imaginado: jardines bonitos, cortacésped bonitas, jardineros bonitos, mangueras largas y bonitas... No podía ser mejor.

 Pequeños detalles siniestros de la localidad soñada se iban revelando poco a poco, como si te estuviera abofeteando, cada dos pasos, una rafaga muy violenta pero invisible. En los comercios habían carteles avisando que no se podía entrar sin camiseta o con zapatillas de casa. Si Dinamarca  llegó a oler a podrido  alguna vez fue porque no metieron las narices en la costa este americana.
Estuvimos los primeros días solos porque su marido (de ahora en adelante vamos a llamarlo "El puto asshole" como lo llamaba ella) estaba de viaje. Viajaba varias semanas completas, quizás tres al mes. Llegó un lunes por la mañana. Yo, con mi afabilidad y simpatía severamente estiradas, me dispuse a la entrada a decirle "¡HELLO, THANK YOU VERY MUCH FOR INVITE ME AND PAY MY TICKET!". Lo había visto una vez. Nos visitaron creo que en una navidad, pero en ese entonces las únicas veces que veía a mi familia era cuando me cruzaba con ellos en el pasillo o en el comedor.

Recuerdo que era gigante. Un americano estándar. Le dije hi, how are you y puso cara de júbilo. En mi familia, aparte de un primo (que estuvo en una cárcel en Estados Unidos por traficar con coca para pagarle una operación de cáncer a su novia. Cosa que nadie de mi familia sabe, excepto yo y mi prima yankee, que me lo confesaría un mes después) y mi primo hermano (que ahora hace ruta por las fabricas del extrarradio para buscar trabajo, pero que en su momento vino a V desde C buscando el sueño europeo, aprendiendo inglés en una academia de esas que tienen como logo una estatua de la libertad, que proyectan falsos viajes a Nueva York y amistades interesantes) nadie más entendía ni pío, aunque la verdad nosotros tampoco andábamos muy sueltos. Me recibió con entusiasmo indiferente. Yo me limité a hacer lo que se pide en estos casos y volví a mi espacio vital, que era la planta baja y que ya no estaba amenazada por ningún espécimen con pinta de violador de niños. El tipo parecía simpático. No se esforzaba demasiado en la relación y eso me gustaba. Sabía que yo andaba muy justo con el idioma y él tampoco era una persona con muchas cosas que decir. La única impresión que me dio es que era un tipo que para nada era como esa impresión que daba (oscuramente simpático) sino algo mucho peor.

I: La llegada





Tardé un buen rato en salir. A pesar de mi insistente pensamiento combativo bolivariano, motivado por la eterna retención que se extendió casi a la hora, allí había de todo: latinos con pinta de ir a buscar armas a Harlem, daneses con caras cremosas, de estos que parecen que les hubieran echado sirope de fresa en circulitos simétricos en las mejillas; muchachos rusos corpulentos que quizás estaban de gira haciendo alguna competencia de caballo o anillas.
Era la consulta del Doctor Mengele del siglo XXI.

Todo parecía rutinario pero llevábamos mucho rato y la cosa se volvía sospechosa.  De repente entró por la puerta el motivo: ¡Un musulmán con turbante! En ese momento la cara de los presentes se contrajo. La sala de espera se convirtió en una suerte de super bowl en el que, rápidamente, aparecían unas cheerleaders rubias y eufóricas deletreando: T-E-R-R-O-R-I-S-T-A.  

Las alarmas del aeropuerto habían saltado. Se disparó el código de alerta, creo que era el azul.  Nos quedamos tiesos, como si un huracán de ántrax nos hubiera entrado por las venas. Al final la única bomba que explotó fue en nuestro interior: La de un soterrado y bien maquillado racismo.
Mi prima estaba esperándome fuera. Cogimos el coche que me iba a llevar a unas vacaciones de ensueño en el país de las posibilidades, donde cada anuncio de carretera, cada patrulla de policía, cada hamburguesa doble con queso -ingerida sin bajar del coche- tenía un sentido más grande que la propia vida.

La entrada a ese lugar de ensueño empezó con el olor a plástico sudoroso y medio podrido que desprendía el interior de la camioneta. Me quise adaptar rápido a lo que iba a ser la rutina e intenté pasarlo por alto poniéndome cómodo pero fue inútil; me quedé pegado al asiento al instante. Teníamos un par de horas de viaje (en tiempo estadounidense equivale a un desplazamiento medio-bajo). Paramos a comprar la dichosa hamburguesa que devoramos, cómo no, en un aparcamiento solitario en medio de la nada, con el concreto engullido por los años y el peso de animales primer mundistas con mala dieta.

Retomamos el camino después de una conversación casi nula que me llevó a pensar en los sospechosos motivos de mi estadía allí, con todos los gastos pagos por  una persona que yo conocía desde hacía menos meses de los que iba a pasar a su lado.

!!! Un coche patrulla !!!  Lo veía a lo lejos pero no lo podía creer. Era como si toda mi existencia estuviera ligada a aquella luz roja y azul que daba vueltas.
Ahora todo tenía sentido. Pero duró el medio segundo que tardamos en adelantarlo.

Después de una largo viaje llegamos a la zona residencial, generosa en pinos y en arboles que no daban fruto alguno y que absorbían a las casas (perfectamente pintadas del mismo color por obligación contractual) acomodadas siniestramente en los frondosos recovecos del bosque.
La mayoría gritaban silenciosamente su estrato según el tamaño de los yates, que acechaban imperturbables las puertas de los garages.

Por fin en casa. Se me informó de que había una persona allí, amigo del cónyugue, que estaba pasando unos días mientras ponía a punto la valla blanca familiar, y que compartiríamos la parte inferior de la casa.
¡Toc Toc! Apareció el susodicho.
Era alto y redondo. Unos cien, ciento cincuenta kilos, quizás. Torso al aire, cara redonda angelical, cachetes enormes y coloridos (debe tener raíces danesas) que manifestaban indicios de masturbación crónica; peinado Clark Kent y shorts vaqueros cortados con tijeras.  
En ese momento en lo único que podía pensar era en niños violados, Natascha Kampusch, y en que, ojalá, mi puerta tuviera cerrojo.

Después de la presentación le comentó algunas cosas a mi prima, momento en el que me di cuenta que no tenía ni pajolera idea de inglés. Empecé a visualizar los probables escenarios en los que me vería envuelto en los tres meses siguientes, saludando al estilo apache y poniendo caras de primo exótico llegado directamente de alguna república bananera.